III

Finalmente, se fue el último de los soldados y Dalya se quedó sola, inmersa en un caos de ropa y baúles volteados a los pies de la cama vacía de su abuelo. Las sábanas, manchadas de tierra oscura, la envolvían como un capullo sórdido. Lloró, las rodillas apretadas contra el pecho, y examinó el desastre con ojos llorosos. Se pasó varios minutos acurrucada ahí, y cada tanto se daba vuelta para buscar la figura frágil del anciano en el catre. La huella estrecha de su cuerpo todavía estaba marcada en la cama, junto con la mugre y la sangre seca, pero el cadáver había desaparecido, como humo en la tormenta.

Un gato callejero chilló en la distancia.

Dalya se limpió las lágrimas con la sábana mugrienta y se puso de pie tambaleándose. Arrastrando los pies entre el desorden, fue hasta la ventana y corrió las cortinas. Lanzas tibias de sol se derramaron por la habitación y dejaron al descubierto los tenues espirales de polvo que vagaban inquietos. Sin pensar, caminó hasta los baúles del rincón más lejano y empezó a acomodar la ropa adentro. Tenía la mente calma mientras trabajaba, los pensamientos atados en una inmovilidad tranquila, muda dentro de su cabeza. Juntó las cosas de su abuelo —viejas notas, algunos anillos deslustrados que nunca había visto— y las guardó cuidadosamente en los baúles que bordeaban las paredes.

En el rincón opuesto de la habitación, bajo un par de pantalones arrugados, Dalya recuperó el diario gastado del anciano. La tapa, oscura y ajada y áspera por el paso del tiempo colgaba intacta de unos hilos frágiles; las páginas se desprendían del lomo como cientos de lenguas amarillentas y quebradizas, y por primera vez Dalya vio los garabatos toscos bajo la cubierta arrugada del libro. La letra le parecía conocida, como los cortes en el cuerpo del anciano, pero el idioma era completamente desconocido para ella, palabras al azar y símbolos transcriptos con descuido en todas las páginas, sobre los márgenes, en casi todo el diario. Cerca de la contratapa encontró algunos bocetos, garabatos de flores o paisajes sencillos, pero nada que reconociera de inmediato.

El gato callejero chilló otra vez desde algún lugar junto a la puerta. El sonido de rasguños frenéticos y ahogados llegó a los oídos de Dalya. Apoyó el libro en el suelo, junto a los baúles, cruzó la habitación con cuidado y sacó la cabeza para examinar el pasillo.

—¿Hola? —llamó.

Durante un momento, la cabaña quedó en silencio. Después el maullido furioso volvió a empezar desde la cocina, junto a la sala. Se movió con cautela hacia el sonido y, un paso cuidadoso tras otro, llegó hasta la puerta de la cocina y pisó las baldosas frías del ambiente vacío. El suelo estaba lleno de fragmentos filosos de platos decorativos, y la mesa donde comían estaba volcada y tirada contra una de las paredes. El chillido ansioso era más fuerte ahora. Más grave. Humano.

Dalya jadeó y corrió hasta la despensa. Apartó los toneles de arroz y papas caídos, metió los dedos por debajo de las tablas del suelo y levantó una sección. Debajo del suelo, en un hueco bajo la despensa, estaba Istanten; el niño la miraba con los ojos bien abiertos, húmedos, atascado bajo el cuerpo muerto de su abuelo.

Dalya sonrió. —¿Estás atrapado? Istanten gruñó y estiró la mano desde el fondo del pozo. Dalya se la aferró y, juntos, lograron liberarlo de su prisión bajo el peso del cadáver. El niño trepó y, con la manga, se limpio los rastros de lágrimas que le quedaban en la mejilla. Dalya se quedó asomada al pozo unos momentos mientras examinaba el cadáver magullado de su abuelo.

—¿Se... eh... se lastimó? —preguntó. El niño puso los ojos en blanco y encogió los hombros mientras se apartaba el pelo de la cara. El anciano yacía desplomado de un modo extraño, con el cuello doblado y los brazos torcidos, en el cráter estrecho. —Odio dejarlo así, pero creo que es el lugar más seguro.

Istanten gruñó para expresar su acuerdo. Dalya volvió a colocar el panel en su lugar y se escurrió por el lado de Istanten para dirigirse a la cocina. —¿Te quedas de guardia?

Los ojos del pequeño se oscurecieron mientras sacudía la cabeza con furia.

Dalya asintió. —Bueno. Pero tenemos que terminar la tumba. Esta noche. —Salió al pasillo y fue hacía la puerta.

Istanten refunfuñó por lo bajo y la siguió. Sus pasos resonaban en la casa vacía.

"Middlewick"

Orfebre

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