IV

Dalya sacó otra palada de tierra de la tumba y la tiró a un lado. La manos le temblaban, lo brazos le dolían. Un dolor insoportable le punzaba la canilla y los tobillos. Tenía los ojos hinchados y pesados, el cuerpo débil y frágil bajo el manto de hierro del agotamiento. El sol del atardecer se había escondido tras unas nubes oscuras y el bosque estaba cada vez más frío.

Istanten patrullaba el perímetro; le castañeaban los dientes y se le secaban los ojos con la brisa otoñal helada. Durante horas, vigiló la espesura en busca de sonidos o movimientos, acechaba la línea de árboles con los brazos metidos en el calor de su túnica.

Los niños no hablaron hasta el anochecer, cuando el zapato de Istanten se enganchó en una raíz. El niño se cayó de boca y se raspó la cara con las hojas muertas y las pequeñas piedras del piso del bosque. Después de liberar los brazos del interior de la camisa, Istanten se puso de pie rápidamente. Tenía manchas de tierra en las bolsas de los ojos, pero la luz de la luna dejaba ver su fatiga agonizante en la apatía de sus pupilas y la postura encorvada. Desde las profundidades de la tumba de su abuelo, Dalya sonrió y le extendió una mano temblorosa a su compañero. Istanten se tambaleó hasta el borde del pozo, le tomó la mano y la ayudó a salir.

Dalya clavó la punta de la pala en la tierra firme al borde de la tumba. Abrazó a Istanten y le besó la mejilla sucia. —Te debo todo por ayudarme —dijo, mientras apoyaba todo el peso de su cuerpo en el de su compañero—. Ahora ve a casa. Duerme un poco.

Istanten se separó de su amiga, se presionó un pulgar contra la garganta y gruñó con amargura.

—No te preocupes —lo tranquilizó Dalya—. No hay nada más que hacer aquí. Ya hemos cavado suficiente. Fue hasta el límite del bosque y se sentó con las rodillas pegadas al pecho para protegerse del frío.

El niño la examinó durante varios segundos mientras emitía un quejido grave que casi se confundía con el viento.

—Me voy a sentar unos minutos —dijo ella, y lo saludó con un gesto de la mano—. Tú vete. Te veré mañana.

Istanten se encogió de hombros, se dio vuelta y desapareció en la oscuridad arrastrando los pies, sus pasos pesados y exhaustos.

Durante un rato largo, Dalya estuvo sola, acompañada por la brisa y el susurro de las hojas. Estaba demasiado cansada para adormilarse, pero de todos modos cerró los ojos y descansó la cabeza contra la corteza rugosa de un roble, relajó las piernas y los brazos e, inconscientemente, se frotó los brazos para quitarse la carne de gallina. Contó los segundos para ayudarse a tranquilizar la mente. Ya estaba incursionando en los miles cuando una voz interrumpió sus pensamientos.

—Hace demasiado frío para dormir aquí afuera.

Dalya abrió los ojos sobresaltada. Se puso de pie de un salto, sus ojos iban de árbol en árbol, de rama en rama y de sombra en sombra. Vio la sonrisa primero, los dientes uniformes e inmaculados que se destacaban contra la negrura del bosque. Cuando el hombre se acercó, se convirtió en un contorno, luego una silueta y finalmente —cuando ya estaba a un solo paso de distancia— una figura maciza cubierta de un metal negro como la noche.

Era el amigo de Harringer, el del huerto.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le escupió Dalya. Las rodillas le temblaban bajo el peso del cuerpo.

El soldado pasó por su lado, la armadura rechinaba suavemente cuando se movía. Se quedó de pie en silencio al borde de la tumba con las manos en las caderas y examinó el pozo. Después de unos momentos, se sentó y suspiró con fuerza. —¿Quién era? El anciano.

Dalya dudó. Congelada, miraba con los ojos bien abiertos la espalda del hombre.

Él la miró por sobre el hombro. —El cuerpo que busca Stretvanger. ¿Quién era?

Sus miradas se cruzaron y compartieron un puñado de latidos tensos antes de que Dalya dijera: —Era mi abuelo.

—Sin dudas, era más que eso a juzgar por el tiempo que hemos desperdiciado buscándolo. —Una ráfaga de viento violenta rugió en el claro. El follaje se sacudió sobre sus cabezas—. Era granjero, ¿no es cierto?

—Florista. —lo corrigió Dalya—. Era el florista del pueblo.

El soldado se quedó mirándola, la examinó en la oscuridad. —¿Y qué más?

—Viajero.

—Ah, ¿sí?

—Y carpintero —dijo, y en su voz se dejaba oír el comienzo del llanto—. Era narrador y tenía la risa fácil y amaba a los animales y se levantaba temprano...

Las palabras se le enredaron. Dalya inspiró profundo y entrecortado. —Y era el único padre que tuve. Era un buen hombre y no se merecía lo que le hicieron.

El soldado de la armadura oscura volvió a darle la espalda, las piernas le colgaban de uno de los costados de la tumba. —Un buen hombre. —musitó. Le hablaba al hoyo cavado en el suelo, casi a sí mismo—. Ya verás, pequeña, cuando crezcas te darás cuenta de que en nuestro reino nada es blanco o negro. Todo es de un color gris feo y confuso. Desde tu perspectiva, es un lugar donde se cuelga a los floristas buenos sin razón aparente, y los criminales visten sotanas reales y dan órdenes a sus subordinados.

Se puso de pie y la miró, clavando los tacos en el borde de la tumba. —Pero la realidad no tiene tiempo para el bien y el mal —siguió—. A la realidad no le interesa tu perspectiva, ni la mía. Solo le importa la verdad, y tu abuelo, el narrador viajero de la risa fácil, murió con el corazón lleno de secretos. Y Stretvanger ha venido para asegurarse de que sigan siendo secretos.

—¿Y para eso necesitaba colgarlo del huerto y cortarle símbolos en el cuerpo?

—Ya aprenderás a no cuestionar al gigante de la sotana. Esos símbolos son un resguardo, una forma de asegurarnos de que los secretos de tu abuelo se queden en las sombras. Donde pertenecen.

Dalya tragó fuerte para deshacer el nudo que tenía en la garganta. —¿Cómo me encontraste aquí?

—Te seguí. Cuando te fuiste de la cabaña. Tenía la esperanza de que me llevaras al cadáver.

—Lamento decepcionarte —dijo ella.

El hombre le dedicó una sonrisa resplandeciente. —Yo también lo lamento —respondió—. Porque tú sabes dónde está el cuerpo de tu abuelo y eso significa que tengo que llevarte de vuelta con Stretvanger. Y créeme: eso no es bueno para ninguno de los involucrados. Estiró la mano para agarrarla. —Ahora ven. Nos estamos quedando sin tiempo.

El pecho de Dalya se tensó. El cansancio la ahogó en un océano de pánico y ferocidad y, con un movimiento fluido, extrajo la pala ornamentada del suelo y la blandió. El borde filoso rozó la cara del hombre, desgarrándole la piel y separando la carne del hueso. El sonido del marfil contra el hueso resonó prístino por todo el claro; el soldado giró hacia un lado y se desplomó en la tumba vacía.

"Middlewick"

Orfebre

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