II

Dalya le quitó los harapos al cuerpo esquelético de su abuelo. Rasgó un pedazo de su camisa, lo mojó y, con dulzura, limpió la tierra que cubría la cara y el pecho del anciano. Limpió los bordes de las heridas que le recorrían el cuerpo —una serie de símbolos extraños que le habían tallado cruelmente en la carne— y después arrastró el cadáver frío a la habitación principal. El sol ya empezaba a salpicar el cielo de la mañana cuando Dalya lo metió en la cama y lo tapó con una sábana hasta el mentón cubierto de barba incipiente. Le dio un beso rápido en la frente y salió fatigosamente en dirección a la choza detrás de la cabaña.

Allí cambió las tijeras por una pala y se fue al bosque que lindaba con el pueblo (la aglomeración de árboles que había frente al huerto). Mientras atravesaba acres y acres de campos iluminados por la luz del crepúsculo con la mente en blanco tras la aventura de la noche anterior, la pala de su abuelo despertó su curiosidad. El anciano la había tenido durante años, pero siempre había sido más un adorno que un instrumento: la madera oscura del mango estaba decorada con jeroglíficos elaborados que se extendían hasta llegar a la base de la plancha de marfil. La plancha era estrecha y puntiaguda, exquisitamente grabada con tramas de flores y enredaderas.

Era una herramienta impactante y, en sus doce años de vida, Dalya nunca había visto que su abuelo la usara.

Encontró el claro justo cuando el sol aparecía sobre las montañas. Después de corroborar bien las medidas que había tomado —un metro ochenta de largo por un metro de ancho— clavó la espada en la tierra justo en medio de sus pies y removió la primera palada de tierra. Se pasó la mañana cavando en el bosque, cuidándose de no romper ninguna raíz ni dañar la flora circundante, removiendo poco a poco la tierra, hundiéndose cada vez más en la tumba de su abuelo.

Al mediodía, paró para descansar. Se precipitó fuera del agujero, mechones de pelo adheridos a la frente, la cara y la ropa embadurnadas de tierra. Pasaron varios minutos. Se cargó de la brisa fresca del bosque, mientras intentaba recobrar las energías y meditaba al ritmo del canto de los pájaros. La sensación duró poco.

El sonido de pisadas apuradas y el crujir de las ramas con el peso le hicieron un nudo en el estómago. Se paró de un salto, la pala levantada para defenderse. Girando sobre el suelo alborotado, escrutó los árboles en busca de la fuente del sonido, las sombras movedizas y las ramas oscilantes la hacían parpadear sin cesar.

Istanten salió tambaleando de la espesura. Instintivamente, Dalya dio un paso atrás y recobró el equilibrio cuando estaba a punto de caer en el pozo.

El niño se agachó para recuperar el aliento, tomando aire con resoplidos entrecortados y guturales.

Dalya clavó la pala en la tierra y le apoyó una mano en el hombro. —¿Qué pasó?

Todavía agachado y con el pecho a punto de estallar, Istanten la miró y señaló al oeste en dirección al pueblo. Con la otra mano, se presionó dos dedos contra la garganta y emitió un gruñido grave.

Ella se puso de cuclillas junto a él y le busco los ojos detrás del mechón de pelo empapado de sudor que se le pegaba a la frente. —¿Encontraron a mi abuelo? El muchacho no respondió. Se limitó a jadear y resollar con el dedo tembloroso todavía apuntado hacia Middlewick.

Dalya se levantó de un salto y se internó como un rayó en los matorrales. Las ramas y las enredaderas se le enganchaban en el pelo y en la ropa. Se tropezaba con las rocas y las raíces pero mantuvo el equilibrio en su carrera hacia el pueblo, casi sin notar su agotamiento y el fuego que le abrasaba los pulmones, y salió disparada del bosque hecha un revoltijo de jadeos entrecortados y extremidades agitadas. Saltó cercas y atravesó campos, levantado polvo a su paso. Con la cabeza baja, los brazos hinchados de sangre y el corazón desbocado, recorrió las calles tratando de esquivar personas, carros y carretas y bestias hasta que dobló la esquina que llevaba a la cabaña de su abuelo.

La calle estaba vacía. La cabaña estaba solitaria y silenciosa al principio de la calle. Una oleada de alivio la refrescó como la lluvia. Las piernas de Dalya se volvieron de trapo y la joven colapsó sobre el empedrado. Se quedó ahí sentada —una confusión de pelo y lágrimas y jadeos— mientras miraba la cabaña con una tranquilidad exhausta y maravillada.

De pronto, se proyectó una sombra sobre la calle, tan ancha y tan larga que Dalya pensó que las nubes habían cubierto el sol. Se dio vuelta con un nudo de ansiedad cada vez más grande en el estómago.

Stretvanger surgió amenazador sobre su cabeza, un hombre gigantesco como un roble envuelto en una sotana real. Tenía el rostro oculta en los pliegues oscuros de su capa pero el mentón cincelado le sobresalía como un bloque de roca del borde de un precipicio. La ropa suelta delataba la inmensidad de sus formas. Dalya estaba segura de que, estirado, el cinturón grueso y suave que le rodeaba el vientre era más alto que ella. Detrás del colosal obispo, había una formación de varios soldados —entre ellos Harringer y su compatriota de la armadura negra—, tiesos en una postura estoica.

Stretvanger se inclinó y tomó con delicadeza el brazo de Dalya. El cuerpo le crujía y chirriaba al plegarse. Con un tirón suave, obligó a Dalya a ponerse de pie. —Pequeña —dijo, y una impaciencia taciturna comenzó a colársele en la voz—. ¿Tu abuelo está en su casa?

Dalya se corrió un mechón de pelo de los ojos. La intensidad ardiente de la mirada de Stretvanger le minaba la confianza, y todo lo que consiguió fue negar con la cabeza. Cuando la débil respuesta no logró quebrar la mirada insistente, Dalya señaló el bosque occidental con un dedo tembloroso. —Está en el huerto —chilló—. Donde ustedes lo dejaron.

—Una respuesta inteligente, pequeña, pero incorrecta. Tu abuelo se escapó anoche. —Los ojos del obispo se dirigieron brevemente hacia la puerta de la cabaña—. Pero estar muerto es una gran desventaja. Sospecho que no llegó demasiado lejos. Tomó un poco de tierra de la manga sucia de Dalya entre dos dedos y escrutó las vetas de barro que le recorrían la túnica y los pantalones. Los labios se le curvaron para formar una sonrisa tiesa. —¿Tú lo has visto?

—No, creo...

Stretvanger señaló la cabaña con la cabeza. —¿Entonces podemos entrar a mirar un poco?

Dalya dio un paso cauteloso en dirección a la casa, fuera de la sombra monumental del obispo. —No.

—¡Qué mala educación! —bromeó, y de la oscuridad de su capucha salió una risa melosa. Se volteó y le ladró una orden a la masa de soldados formados, que comenzaron a avanzar hacia la cabaña. Stretvanger los seguía y, a cada paso que daba, se tropezaba con la pequeña.

Dalya sintió que una oleada de furia y pánico le subía a la garganta. —Esto... —empezó—. ¡Esto está mal! Lo que les está haciendo a estas personas... lo que nos está haciendo a nosotros... ¡está mal!

Stretvanger les ordenó a los soldados que se frenaran. Giró la cabeza y miró a Dalya por sobre el hombro. —Las ovejas no necesitan conocer los motivos del pastor. No te preocupes. Estamos limpiando este país.

La agitación en su corazón se expandió y explotó en un estallido de ira que empapó sus palabras de un rencor amargo. —Está equivocado.

El gigante se encogió de hombros. Farfulló: —Los niños no deben opinar de política. —Y les dio la señal a sus soldados. El aire zumbó con el tintinear del acero; los soldados invadieron la cabaña, tiraron abajo la puerta y entraron con las espadas en alto. —Busquen en los armarios. Registren el ático. Miren en el cobertizo. El cuerpo está aquí, y lo quiero de vuelta.

La milicia atravesó la puerta en tropel.

—¡Sangre! —les gritó a sus espaldas—. El bastardo todavía sangra. Busquen sangre oscura y amarga.

Desde la calle, Dalya oía los ruidos de la porcelana rota y el chasquido seco de la madera astillada. Con los brazos cruzados y el sol en la espalda, Stretvanger observaba a sus hombres registrar la cabaña desde su lugar sobre el césped mientras se hamacaba rítmicamente sobre los talones.

Algunas gotas de sudor se abrieron camino hasta los ojos de Dalya pero la furia la había entumecido a tal punto que ni pestañó para disiparlas. La sal le provocaba ardor y le nublaba la visión, pero Dalya nunca perdió de vista al gigante de la sotana pesada que supervisaba el saqueo de la casa de su abuelo. Su casa. Se quedó escuchando mientras destruían su bóveda de recuerdos, su fuente de consuelo... el único lugar al que había sabido llamar hogar. Y tembló de ira.

Extrajo un adoquín puntiagudo de la calle. Con los dientes apretados y el ceño fruncido, midió la espalda de Stretvanger y, apretando la roca con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, avanzó hacia él, los ojos fijos en la zona que quedaba justo cinco centímetros por debajo del cinturón: el comienzo de la columna del gigante. Se movió rápidamente, sin demasiado sigilo, pues los pies pisaban fuerte sobre los adoquines, pero Stretvanger nunca se dio vuelta. Cuando ya estaba a un paso de distancia, Dalya alzó la roca, la aferró con fuerza y enfocó su objetivo.

Pero antes de que pudiera golpear, Harringer salió por la puerta dando tumbos. Tenía la espada envainada y los dedos llenos de cortes y astillas. —Hemos encontrado sangre en las sábanas del anciano —dijo.

Los labios del obispo se abrieron levemente. —¿Sangre? —La palabra retumbó por el prado como un redoble de tambor—. ¿Sí?

Harringer no miraba a Stretvanger a los ojos; prefería examinar el suelo que circundaba los pies del gigante. —Pero no hay ningún cuerpo. Hemos buscado por todos lados.

Dalya arrugó la frente. Soltó la piedra y se tambaleó hacia atrás. Stretvanger se quedó en silencio durante varios segundos antes de girar sobre sus talones y mirar a la niña. La deshizo con su mirada fría durante unos instantes tensos, sus emociones ocultas entre las sombras de su capucha, antes de tragar con fuerza y asentir brevemente.

Bien —murmuró el obispo, y se fue hacia el pueblo empujando a Dalya a su paso.

"Middlewick"

Orfebre

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