Una densa niebla descendió en la Gorgorra, difuminando el sol de mediodía y pintando el bosque en tonos de decadencia. Zhota caminó en círculos durante horas, con Mishka sobre sus hombros, hacia el oeste. Albergaba la vana esperanza de encontrar al monje que mencionaron los hombres sin dioses. No era la primera vez que Zhota se consideraba un tonto por creerles.

Aún así continuó la marcha. Si un miembro de su orden se encontraba en el área, tenía que hallarle y decirle la verdad con respecto a Mishka. El muchacho habló de su pasado hasta bien entrada la noche, una historia tan blasfema que Zhota se sintió sucio sólo de escucharla. Mientras más pensaba al respecto, más imposible le parecía, ¿y cómo pretendes convencer a un monje de su validez?

Silenció sus dudas y siguió adelante. Transcurrió otra hora antes de que la niebla se aclarara y Zhota percibió un aroma a incienso al entrar a un pequeño claro. Era débil en un principio, un olor que contrastaba con el aroma húmedo y a tierra del bosque. No reconoció de inmediato las trazas de rosa sangrienta y madero de jade, pero se congeló al hacerlo.

Conocía ese aroma.

—¿Qué ocurre? —Susurró Mishka.

Zhota no respondió, no podía, su cuerpo se tornó rígido como la piedra. Conocía ese aroma tan bien como conocía su nombre. Era el incienso de Akyev, algo que estuvo presente durante todos los días del entrenamiento de Zhota.

De súbito se sintió pequeño y débil… justo como el niño que alguna vez fue; antes de que Akyev matara esa parte de él… o al menos intentara hacerlo…

El aire era fresco y vigorizante la mañana en que el joven monje conoció a Akyev, cuando el Inquebrantable le llamó a una de las terrazas del monasterio al despuntar el alba. Zhota había escuchado infinidad de historias acerca de la renombrada fuerza de su maestro y contó las horas hasta que finalmente pudo conocer al Inquebrantable e iniciar su entrenamiento.

Pero la dicha juvenil de Zhota moriría ese día, pues aprendería que el Inquebrantable era una extrañeza en la orden, un hombre dispuesto a hacer lo que fuera si eso significaba cumplir órdenes. Su fuerza y determinación sólo eran comparables con su fanatismo y actitud inflexible.

—Salta, —dijo Akyev mientras señalaba el borde de la terraza, ubicado en la cúspide de un acantilado de 250 metros.

Le tomó un momento a Zhota comprender que Akyev hablaba en serio. Fue ahí cuando el miedo lo golpeó. Sabía que moriría si obedecía esa orden, sin embargo, una parte minúscula de su ser creía que estaría a salvo. Ese sentimiento no se originó a partir del deseo de seguir órdenes ciegamente, sino que provino desde las profundidades de su ser. Al final, no obstante, Zhota atribuyó dicha noción a la locura.

Cuando su maestro lo agarró del cuello y lo arrastró hasta la orilla, Zhota gritó pidiendo misericordia. El Inquebrantable respondió a sus súplicas lanzándolo al abismo. Zhota cerró los ojos aguardando la muerte, hasta que se estrelló contra una saliente de roca dos metros más abajo; una saliente que no estaba ahí previamente.

Eso fue antes de conocer los secretos del monasterio, muros que no eran tal, escalinatas que no estaban ahí y toda una miríada de ilusiones para mantener alertas a los recién iniciados.

Después de la caída de Zhota, Akyev lo llevó de vuelta a la saliente. El joven monje temblaba de modo incontrolable. —Tiemblas como hoja al viento, —lo reprendió su maestro. —Eres esclavo del miedo y por ende nunca serás un monje. Sólo eres un muchacho asustado que no tiene cabida en la orden.

Cuando Zhota juntó el valor suficiente como para mirar a Akyev a los ojos, el Inquebrantable habló. —Debes escoger, ¿eres ese niño, o eres un monje?

—No soy ese niño, —respondió limpiándose las lágrimas.

—Así sea. Si éste llegase a mostrar su rostro de nuevo, no habrá una saliente para detener su caída.

Zhota expulsó el recuerdo de su mente y sacudió la cabeza. Ignoró su intuición ese día y no sería la última vez. Con el paso de los años, el Inquebrantable trabajó con ahínco para suprimir la insistencia que tenía su pupilo de confiar en sí mismo cuando se presentaban situaciones difíciles. No importaba si sus percepciones resultaban correctas, Akyev consideraba que la dependencia en uno mismo disminuía la capacidad de obedecer las órdenes de los Patriarcas y ejecutar su voluntad divina.

—¿Qué ocurre? —Preguntó Mishka al descender de los hombros de Zhota.

—Nada, —una inquietud fría se retorcía en su estómago. Si se tratase de cualquier otro monje, quizá Zhota podría convencerle de la inocencia de Mishka, más no Akyev; no al Inquebrantable.

Zhota consideró abandonar esta parte del bosque, pero su maestro los encontró antes de que pudiera poner en práctica ese vergonzoso pensamiento. Akyev salió de atrás de un pino colosal, dirigiendo una bestia de carga que llevaba múltiples alforjas de cuero de distintos tamaños. El viejo monje tenía la apariencia de siempre, tranquila y ecuánime; sin trazas de gris en su negra barba. Los círculos del orden y del caos en su frente aún eran vívidos, como si hubiesen sido tatuados ayer y no hace muchos años.

—Zhota. —Akyev miró brevemente a Mishka, pero su rostro no delató señal alguna de sorpresa.

—Maestro. —Zhota juntó las palmas e hizo una profunda reverencia.

El viejo monje avanzó con pasos lentos y controlados hasta llegar frente a su otrora pupilo. Zhota le sacaba una cabeza, pero aún así se sentía en presencia de un gigante.

—Temía que no estuvieras listo, pero parece que me equivoqué. —Akyev miró a Mishka. —Tuviste éxito aún donde yo no. Los dioses son misteriosos en verdad.

Zhota rezumó de orgullo. Akyev nunca elogió sus esfuerzos y siempre encontró fallas en todo lo que hacía. Durante su tiempo en el monasterio, Zhota vio como otros monjes desarrollaban relaciones positivas con sus acólitos. Cuando los pupilos cometían algún error no se les castigaba, sino que se les mostraba el camino correcto; mas las cosas no funcionaban así con Akyev. Zhota luchó contra la naturaleza intoxicante de las palabras de su maestro, recordando lo que afligía al muchacho.

—Maestro, usted busca a un demonio, pero el muchacho…

—No es un muchacho —interrumpió Akyev—, nada en la Gorgorra es lo que parece. Mira el estado de este sitio sagrado, el equilibrio se ha perdido. Zhota, éste es el momento para el cual entrenamos durante toda nuestra vida.

Akyev bajó la voz hasta que se tornó un susurro y señaló a Mishka. —Los dioses del orden tiemblan de desasosiego. Esta abominación que porta la piel de un niño sólo es un indicador más del terrible estado de las cosas.

El muchacho permaneció en extraño silencio durante el intercambio. Zhota se dio cuenta de que estaba paralizado por el terror. Sangre fluía de sus ojos y su cuerpo temblaba incontrolable.

¡Es el demonio! —Gritó Mishka de súbito—, ¡el demonio!

—¿Lo ves? —Dijo Akyev con calma. —La torcida criatura diseminará cualquier cantidad de mentiras para ocultar su verdadera forma.

Abominación. Lo absurdo de la historia de Mishka era una pesada carga para Zhota. Sabía que debía actuar con rapidez antes de doblegarse ante la duda, así que purgó de su mente la cautela y narró la historia del niño…

La noche anterior, Mishka le confió que era hijo de un Patriarca y su concubina. Debido a las deformidades del niño, su padre consideró darle muerte, pero su madre lo convenció de confinarlo a un rincón del palacio de Ivgorod. Mishka habitó durante años en ese sitio aislado, hasta que el fuego celestial hizo arder el firmamento. Conforme los rumores de fuerzas oscuras y profanas en la Gorgorra y otras regiones llegaron a Ivgorod, el miedo y la paranoia se apoderaron del reino. Estallaron las tensiones entre los plebeyos que buscaban respuestas con los Patriarcas… la salvación.

Inquebrantable

Monje

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