Zhota se encontraba de pie en un pilar de luz que fluía por encima de la bóveda del bosque, aceptando el sol purificador del amanecer. Se apoyó en las puntas de los dedos de sus pies, los brazos en alto, la cabeza inclinada; barbilla tocando el pecho. Mantuvo tal postura por más de diez minutos, tenía los ojos cerrados y salmodiaba mantras en silencio para aclarar su mente.

Su meditación matutina era lo más cercano al descanso que se permitía. Apenas y había dormido en las últimas semanas, viajaba de día y se mantenía alerta por la noche.

Pasaron cinco días y el niño seguía con vida. Como temía el monje, las aldeas que visitó se encontraban vacías. Diariamente Zhota fabricaba una excusa para explicar la razón por la cual aún no entregaba al muchacho a los dioses. Hoy intentó justificar su vacilación convenciéndose de que existía otra aldea cercana.

—Mishka… es mi nombre, —dijo el niño, interrumpiendo el estado de paz en el que se encontraba Zhota.

—Zhota, —gruñó y se concentró en sus mantras.

Al cabo de un momento escuchó un sonido ajeno, algo extrañamente dulce que no pertenecía a la Gorgorra. Cuando abrió los ojos vio a Mishka tocando algunas notas trémulas en la flauta.

El niño bajó el instrumento, —¿conoces “El Pícaro de los Túmulos Musgosos”?

—No, —dijo Zhota irritado pese a que sí la conocía. Era música de niños, repleta de extravagantes actos heroicos. Justo el tipo de canción que él habría tocado en su juventud.

—Esa era la canción favorita de mamá, la que tocaba cuando no había peligro. —Mishka sonrió de modo agridulce. —Puedo enseñártela.

—No es nec… —El monje no pudo completar la frase ya que el muchacho comenzó a tocar de todos modos.

Zhota suspiró y abandonó su postura de meditación.

Deja que el muchacho toque si eso le hace feliz. Todo terminará pronto, se dijo.

Cuando emprendieron la marcha del día, Zhota cargó a Mishka sobre sus hombros. Dos noches atrás, el niño tropezó con un árbol caído y casi se rompió el brazo. Desde entonces, el monje cargaba a Mishka de cuando en cuando para apretar el paso y mantenerle fuera de peligro.

Conforme avanzaban a través de los densos bosques de las montañas, el niño continuó su canción. Zhota intentó ignorar la tonada, pensando que el muchacho se cansaría, pero pronto llegó el anochecer y Mishka seguía haciendo escándalo con el instrumento.

No fue sino hasta la noche, después de que Zhota preparó un nuevo campamento, que la música lo golpeó de lleno. En algún punto recóndito de su mente escuchó risas y vio niños descalzos corriendo por una aldea de casas con tejados de paja sin preocupación alguna, inocentes e ignorantes del precario balance entre orden y caos que existía en el mundo. Le tomó un momento caer en la cuenta de que era su propia niñez.

Cuando soplan vientos malignos, el árbol que se doble se quebrará. Las palabras retumbaron en su mente.

—¡Suficiente! —Zhota le quitó la flauta a Mishka y la guardó entre sus cintas.

—Sólo quería que escucharas la canción, —dijo el niño, frunciendo el ceño.

—Una vez habría sido suficiente, no mil, —gruñó Zhota antes de controlar su irritación. Cuando vio a Mishka bajar la cabeza por la culpa agregó, —está oscuro y atraes atención no deseada.

Dijo esas palabras como excusa, pero media hora más tarde se convirtieron en realidad.

Dos silbidos agudos perforaron la noche. Zhota abrió su mente hacia los árboles en busca de movimiento, pero los dioses se encontraban tan reticentes como siempre. Poco después, dos hombres emergieron del bosque, ataviados en un conjunto variopinto de armadura que había visto muchas batallas.

Zhota supo de inmediato qué eran. Bandoleros… mercenarios… hombres sin dioses.

Los hombres dudaron al llegar al borde del campamento e intercambiaron miradas. Uno de ellos, un bruto de brazos gruesos y musculosos —con una cicatriz que se extendía desde su oreja izquierda hasta su barbilla— clavó la mirada en Zhota y se volvió para irse. El otro lo detuvo. Tenía un rostro apuesto y bien afeitado, delimitado por largo cabello negro que le llegaba hasta los hombros. Sus ojos esmeralda brillaban ávidamente con el fulgor de la hoguera y se encontraban clavados en Mishka.

—La noche es oscura, oh divino. —Dijo el hombre apuesto mientras apartaba la mirada.

—Entonces deja que la luz de mi hoguera te brinde tranquilidad, —Zhota concluyó el saludo ancestral. Aún con estos hombres, el monje no podía ignorar la orden de Akyev de no rechazar viajeros.

—¿Qué les trae a esta parte de los bosques? —Preguntó Zhota mientras los dos bandoleros se sentaban junto al fuego. Mantuvo su respiración bajo control y el rostro tranquilo, pero detrás de esa máscara analizaba los movimientos de los recién llegados en busca de debilidades. Los viajeros iban armados. El bruto cargaba una monstruosa hacha de batalla y su acompañante una espada bastarda en una funda que llevaba a la espalda.

—Lo mismo que a ti, —el hombre apuesto se calentó las manos frente al fuego. —Parece que los monjes están muy repartidos y tu orden ha solicitado ayuda a quienes esgrimen acero.

Mentiras, quería replicar Zhota, mas controló su lengua. Pensar que los Patriarcas empleaban bandoleros para ejercer su divina voluntad era sacrílego. Los hombres sin dioses sólo adoraban una cosa en la vida, el oro.

—¿Cuándo decretaron tal cosa los Patriarcas?

—No fueron ellos de manera directa sino uno de tus hermanos, quien patrullaba estas partes. Mencionó un demonio suelto en los bosques, un artero diablillo que porta la máscara de un niño ciego, cuya piel y cabello son blancos como la nieve. Sonreía en dirección a Mishka mientras hablaba. —Parece que ya capturaste al desdichado.

Mishka se agitó. —¡No soy un demonio!

—¿Entonces por qué estás atado? —Rió el hombre de la cicatriz.

—El demonio es el que me persigue, mató a mi mamá y a los demás. —Sangre comenzó a acumularse en los ojos de Mishka.

—Lágrimas de sangre… —El hombre apuesto hizo una mueca. —Si no eres un demonio, entonces estás maldito.

—No puedo controlarlo, sucede desde que nací. Mi mamá dice que sólo los tontos piensan que es una maldición. —Mishka estiró sus manos atadas hacia Zhota. —Me crees, ¿verdad?

—Silencio, —respondió Zhota mientras el miedo y la incertidumbre se abrían paso en su interior.

Nada en la Gorgorra es lo que parece.

Cabía la posibilidad, admitió Zhota, que algún estúpido miembro de su orden hubiera enlistado la ayuda de mercenarios. Si este monje consideraba que el muchacho era un demonio… ¿Había sido engañado todo este tiempo?

No, lo había observado durante días. Mishka sólo era un niño, si maldito por los dioses. Seguro corrían rumores de que un muchacho horroroso viajaba por el bosque y el otro monje consideró que tal cosa era verdad.

—¿Dónde esta ese monje? Tengo que hablar con él acerca del niño.

—¿Es decir, acerca del demonio? —Dijo el hombre apuesto. —Se dirigía hacia el oeste la última vez que lo vimos, él nos encuentra a nosotros.

—Entréganos a la criatura, —agregó el hombre de la cicatriz. —El monje nos prometió su peso en oro. Necesitamos el dinero, hemos sobrevivido a base de raíces y carroña por días.

Zhota le ignoró. —Al oeste, bien. Buscaré a este monje.

—Iremos contigo, —declaró el bruto. —El monje nos debe algo por nuestro trabajo.

—Su trabajo ha concluido. —Zhota se incorporó y ayudó a Mishka a levantarse.

—¿Tienes el dinero para pagarnos? —Preguntó el hombre apuesto.

—Su recompensa es la gratitud de los Patriarcas.

El hombre de la cicatriz escupió cerca de los pies de Zhota.

Su camarada suspiró. —Ahí es donde tenemos un pequeño problema, ¿ves? El deber y el honor está perfecto para ti y tus hermanos calvos, mas no para nosotros.

Zhota respiró de manera controlada para calmar su ira, había sufrido la presencia de estos hombres por demasiado tiempo. —Por eso tu calaña vive en la mugre y la ignominia.

El hombre de la cicatriz se enfureció, pero su compañero se limitó a reír, emitiendo un sonido cargado de desdén y condescendencia. Seguía riendo entre dientes mientras desenvainaba su espada bastarda.

—Necio, ¿qué no? —Dijo. —Tu barba es mucho más corta que la del otro monje, seguro hace no mucho chupabas las sagradas tetas de los Patriarcas en tu casucha de la montaña.

Zhota permaneció inmóvil, todos sus músculos tensos. —Lo suficiente como para lidiar con dos hombres sin dioses.

—¿Dos? —Puede. —¿Pero tres? —El hombre apuesto silbó.

De la oscuridad detrás de Zhota surgió un chillido de madera con punta de acero. El monje giró y trazó un veloz arco con su bo, partiendo la flecha por la mitad a unos cuantos centímetros de su pecho.

Al volverse hacia el campamento, vio como el hombre apuesto rodeaba la hoguera para cargar contra Mishka. Zhota lanzó una estocada hacia las llamas con su bastón. Una oleada de aire surgió del bo y chocó contra el foso de fuego, lanzando troncos ardientes hacia el bandolero. La mayor parte de los restos encendidos rebotaron en su armadura, pero un ascua le surcó el rostro y se incrustó en su ojo derecho. El hombre lanzó un grito de agonía al extenderse las llamas por su cabello.

El bruto saltó sobre el foso de fuego y avanzó pesadamente hacia Zhota con el hacha en alto. El monje se mantuvo firme mientras el bandolero descargaba la gigantesca arma. En el último instante evadió el poco elegante ataque y el hacha de su agresor se clavó en el suelo del bosque. Usando su bastón, Zhota rompió los antebrazos del hombre, que reventaron cual vasijas repletas de vino; una lluvia de sangre y hueso astillado.

El apenas discernible sonido de la cuerda de un arco se escuchó detrás de Zhota. Éste rodó hacia un lado y la flecha pasó por encima de su hombro, perforando el pecho del hombre de la cicatriz. El atacante oculto maldijo, seguido del sonido de sus pisadas internándose en el bosque mientras se alejaba del campamento.

Zhota examinó sus alrededores. El hombre apuesto también estaba muerto, la piel de su cuello y rostro no era más que una masa de sangre y ampollas. Mishka, por su parte, ya no estaba ahí.

—¿Mishka? —Dijo con algo de miedo en su interior.

—Aquí, —respondió el niño mientras salía de debajo de un árbol caído. —Mintieron, el demonio envió…

—¡Silencio! —Rugió Zhota.

Infinidad de pensamientos cruzaron su mente. Podía escuchar la voz de Akyev reprendiéndole. Todo ha sido un engaño para que bajaras la guardia. ¿Fuiste tan tonto como para no darte cuenta?

—¿Por qué no me crees? —Preguntó Mishka antes de extender la mano y agarrar con fuerza la de Zhota.

Había algo de ironía en torno al niño que se encontraba de pie frente a él, tan inocente, no tenía idea de que Zhota decidió hace un par de días que le mataría. Fue ahí cuando el monje cayó en la cuenta de lo mucho que Mishka le recordaba a sí mismo cuando niño, lleno de confianza, esperanza y de otras cosas que el Inquebrantable detestaba. Éstas constituían el fango en el sendero del deber, esas partes infantiles de Zhota, aquellas que creía muertas por el entrenamiento.

Pero nunca murieron por completo. Ahora le revelaban una verdad difícil de creer, que Mishka únicamente era un niño asustado, solo y ciego en busca de una mano que le guiase a través de las sombras de la Gorgorra. Había una razón por la cual el dios del destino hizo que sus caminos se cruzaran.

—La verdad, —dijo Zhota. —¿Qué es este demonio? ¿Por qué te persigue?

El niño se mordió el labio inferior. Dudaba, pero habló al fin. —Papá lo envió.

—¿Y por qué haría un hombre tal cosa?

—Mi padre… no es sólo un hombre, —dijo Mishka con timidez.

Entonces contó la historia de su pasado.

Inquebrantable

Monje

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