Muerte

Kehr caminó con los refugiados, quienes suplicaron que les protegiera. Le ofrecieron comida y unas cuantas piezas de plata por su compañía. El bárbaro tomó su exiguo pago y de mala gana aceptó escoltarles. Kehr los consideraba muertos, o al menos lo estarían al separarse. Él sólo compartía el camino, pero lucharía por ellos hasta que el Camino de Hierro doblara hacia Khanduras. ¿Le perseguiría Faen si viajaba con otros? Esperaba que no fuera el caso, pero decidió pasar el anochecer a solas para que nadie pudiera escucharla. No había necesidad de atemorizar aún más a los refugiados. De cualquier modo, sería reconfortante caminar entre voces vivientes durante un tiempo. Los campesinos, por su parte, mantuvieron su distancia, desconfiando del silencio de Kehr pero sin deseos de rezagarse.

—¿Eres un bárbaro, verdad?

Se trataba del leñador. Kehr le había perdido de vista cuando éste se alejó para enterrar a la niña desconocida. El bárbaro no le escuchó acercarse sino hasta ahora. Kehr asintió con un gruñido y apretó el paso.

—Lo que pensé. ¿Quién más podría igualar los golpes de esos monstruos? ¿Quién más podría blandir un arado como si fuera una espada corta? —El leñador sacudió la cabeza, una sonrisa en su rostro.

Kehr frunció el ceño. Quizá se equivocó con respecto al consuelo que era escuchar las voces de otros seres vivientes. Habían pasado largas semanas desde que intercambió palabras con otro humano… o alguien más decidió compartirlas con él. Se preguntó si las conversaciones siempre eran tan ligeras y vacías. No obstante, quedó impresionado con la percepción del leñador. Desdén fue forjada con la hoja de un azadón. Kehr movió los hombros y se escuchó el crujir de las tiras de cuero que mantenían la enorme espada en su sitio.

El campesino se adelantó unos pasos, intentando llamar la atención de Kehr. —Dudé en un principio, no llevas la barba ni la cabellera que siempre mencionan los relatos…

Se aclaró la garganta.

—Comprendo si no deseas hablar, sólo quería agradecerte.

Aron inclinó la cabeza y permitió que el bárbaro se adelantara. Kehr siguió su camino pero, casi en contra de sus deseos, se sintió intrigado por el leñador. Un hombre que se mantuvo firme para defender a la hija de un extraño cuando los demás corrieron, alguien que decidió expresar gratitud mientras los demás temblaban de miedo. Tal temple era algo impresionante, en particular entre los plebeyos. Kehr se volvió para ver a donde se había ido el leñador y se sobresaltó al encontrarle tan sólo a unos pasos de distancia.

—Te desplazas con suavidad, leñador. ¿Aprendiste eso al cazar árboles?

El hombre río, un sonido sorprendentemente cálido en este sitio.

—No teníamos que lidiar con khazra en los bosques cuando yo era un niño, pero eso no significaba que era seguro caminar haciendo escándalo. Recolectar yesca no es fácil cuando te persigue un oso.

Kehr asintió. La explicación tenía lógica, pero sospechaba que el leñador era más de lo que decía ser. Algunos hombres guardan secretos, como bien sabía el bárbaro, y desvió la mirada.

—¿Es ésta la primera vez que te topas con los hombres cabra?

—Bueno, nunca en tales cantidades. En los últimos años nos los encontrábamos de cuando en cuando en grupos de tres o cuatro y por lo general a mayor altitud, donde sus pezuñas les permiten desplazarse más rápido. Los considerábamos peligrosos, pero se mantenían a raya de hombres armados en condiciones iguales. Sin embargo, ahora se encuentran en todas partes del Kohl, desde los picos hasta las laderas.

El leñador apretó los dedos alrededor del asta de su hacha y Kehr pudo ver los oscuros pensamientos que cruzaron dentro de sus ojos. —Parecería… parecería que se organizaron, pues nunca antes mostraron tal coordinación e iniciativa. Incluso han comenzado a atacar las aldeas más remotas. Hace siete días vi una horda de estos monstruos cruzar el valle en dirección al poblado de Dunsmott. Logré advertir a mi gente, así que tomamos lo que pudimos y huímos sigilosamente al caer la noche. Seguimos el Camino de Hierro y nos topamos con otros que contaban la misma historia.

—Somos la vanguardia —el leñador hizo un ademán con el brazo para indicar la caravana de mendigos que avanzaba desordenadamente detrás de él—, de lo que pronto se convertirá en una línea interminable de gente desplazada si nadie hace nada para detener estos ataques.

Estas palabras pusieron a pensar a Kehr.

—Nadie hará nada con respecto a los khazra, leñador. Las montañas son tierras fronterizas, ningún rey las gobierna ni las protege. Conduce a tu gente lejos del Kohl hasta llegar a un lugar seguro y quédate ahí.

El hombre disminuyó la velocidad al considerar las palabras de Kehr y sus labios dieron paso a una sonrisa adusta. Parecía haber tomado algún tipo de decisión y extendió la mano.

—Somos gente de montaña, mas no tontos. Tenemos el propósito de seguir este camino y continuar hasta las tierras bajas de la Marca del Oeste… donde comenzaremos de nuevo, supongo. Me llamo Aron.

El leñador, Aron, mantuvo la mano extendida hasta que Kehr gruñó y la estrechó con su puño encallecido. Después de dar un apretón superficial, el bárbaro soltó la mano del hombre.

—Soy Kehr Odwyll, el último de la tribu del Ciervo.

—¿El último?

—Mi gente ya no existe, Arreat los consumió en su furia.

—Lo… lo siento. No puedo imaginar peor pérdida que estar separado de tu gente. Por eso viajo con ellos a pesar del peligro. —Aron señaló a los refugiados.

Kehr y el leñador avanzaron una docena de pasos más.

—Pero… —musitó Aron—, ¿cómo sobreviviste a la destrucción? La noticia de la ruina de la montaña llegó incluso hasta mi humilde aldea. ¿Qué milagro te mantuvo con vida?

Kehr no respondió, se limitó a mantener la vista fija en el Camino de Hierro y apretó el paso hasta que dejó atrás a Aron. El bárbaro desvió la mirada. Algunos hombres guardan secretos y esto era algo que sabía bien.

El sol iba en descenso y la andrajosa caravana que seguía a Kehr pronto acamparía para pasar la noche. Los campesinos se encontraban a cierta distancia, pero el bárbaro subió por las rocas para alejarse del camino. Quizá no había necesidad… pero tenía que asegurarse.

Esa tarde, Faen hizo acto de presencia. Perdió la quijada durante el viaje, lo que dejó su negra y húmeda lengua colgando entre las fibras enroscadas de la piel de su garganta. Decía las mismas palabras; el horror era igual. Kehr albergaba la esperanza de que su hermana se alejaría si viajaba con esta gente, que protegerlos podría redimirlo ante sus ojos hundidos. Incluso esperó, se atrevió a creer, que todo esto sólo existía dentro de su mente como resultado de la culpa enconada. Sin embargo, el frío era tan agudo y líquido, trepaba por sus brazos y hombros; era real. El gélido ardor de la furia de Faen no había disminuído.

Kehr sabía que habría de pasar las tardes de este viaje lejos de Aron y de su gente.

Caminante

Bárbaro

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