Y así inició su ascenso. El sol ya había pasado el cénit, pero el calor persistía y parecía empeorar. De todas formas comenzó a subir para llegar a la cumbre a plena luz del día y pasar su última noche de plegarias y meditación más cerca de los dioses. No le dio mucha importancia al agua porque la ruta que se había trazado lo mantenía cerca de la corriente que alimentaba el lago.

Gachev no dejó pasar la oportunidad de decirle que no estaba preparado. Al principio, Mikulov estaba confiado en que el curso de agua seguiría estando cerca a medida que subiese, pero no fue así e inevitablemente el calor y el esfuerzo hicieron que su lengua se hinchase por la sed. Sintió la tentación de regresar, pero al mirar atrás vio que estaba mucho más cerca de la cumbre que de la base, y siguió avanzando.

—Es ridículo, todo este esfuerzo.

Mikulov, que ahora caminaba jadeando y con la respiración entrecortada, ignoró a ese compañero indeseable.

—Solo te apuras para llegar a una muerte anticipada.

Cada roca parecía intentar torcerle el tobillo, cada grieta parecía querer atraparle un pie.

—Lo único que les ofreces a los dioses es diversión.

Mikulov se sentía tan debilitado por el sol y el cansancio que temía sucumbir a los peligros del terreno. Si se rompía un hueso, se vería obligado a usar su mantra de curación antes de tiempo y no estaría preparado ante una necesidad mayor.

—Los mil y un dioses no tienen poder.

Al oír ese insulto imperdonable, Mikulov sintió el impulso de dar rienda suelta a su ira, pero recordó otra de las letanías de admoniciones de Vedenin: Los dioses están en todas las cosas, físicas y espirituales. Si era así, también debían estar en su ira, y eso le dio nuevas energías para hacer callar a Gachev. Esta energía debía ser canalizada y usada, y no malgastada en un espectro. No tragues ni desperdicies tu furia. Siéntela. Úsala.

Con esta nueva fuente de energía, Mikulov pudo seguir escalando.

Llegó a la cima cuando caía la noche. Era un promontorio que terminaba en un peñasco. Estaba tan debilitado que ni siquiera perdió tiempo buscando un lugar para descansar. Entornó los ojos abrasados por el calor para mirar a su alrededor, se arrastró lejos del borde del risco para asegurarse de no caer, y se desplomó sobre la superficie rocosa.


Despertó en medio de una fría oscuridad. Por la rigidez de sus articulaciones supo que no se había movido. Necesitó varios intentos para abrir los ojos y, cuando lo logró, vio que Gachev estaba sentado en una roca cercana y sacudía la cabeza en un silencio que le pareció precioso. Cuando las primeras luces tiñeron el horizonte con un suave color azul, Mikulov hizo un movimiento para levantarse pero no pudo. No sentía una diferencia por haber dormido. Seguía agotado. Mikulov se acostó de cara al cielo y contempló su circunstancia. El sol pronto saldría por el horizonte, pero él no sentía nada, como si estuviese separado de su cuerpo. Era extraño, pero ni siquiera sentía la conocida necesidad de orinar de todas las mañanas. Esto le pareció una mala señal. Su cuerpo carecía del agua que necesitaba para sobrevivir en las montañas; no se había fortalecido lo suficiente para estas condiciones extremas. Sus pensamientos replicaban la maldición de Vedenin: Fracasarás incluso antes de haber empezado. Mikulov agregó su propia maldición silenciosa.

—Sí —asintió Gachev, repitiendo las palabras que resonaban en la mente de Mikulov—. Eres un estúpido.

Una vez más, la furia volvió a aparecer. Él quiere que fracase, pensó Mikulov, pero nuevamente canalizó su ira. A pesar del dolor que sentía en el cuerpo, Mikulov usó esa furia para levantarse. Cuando logró ponerse de pie, sintió en la frente los primeros rayos de sol.

Hizo una pausa para esperar que pasase el mareo, miró hacia abajo y vio el papel doblado en su mano. Había estado guardado en el bolsillo de su túnica durante siete días, y no recordaba haberlo sacado. Luchó para introducir los dedos temblorosos debajo del pliegue del sello. Se sintió avergonzado del esfuerzo que tuvo que hacer para romper el pedazo de cera. Cerró los ojos un momento y luego desplegó el papel para leer lo que decía.

Adentro.

Mikulov estaba demasiado cansado para poder siquiera enojarse. ¿Solo una palabra? ¿Qué clase de sinsentido era ese? "Adentro" no era una instrucción, tenía que ser un error. Sus maestros se habían equivocado, quizás habían confundido las instrucciones que debían darle con otras directivas más mundanas para otro joven a su servicio. En ese momento, seguramente uno de sus compañeros, que esperaba encontrar las indicaciones para sus tareas diarias, contemplaba maravillado las meticulosas instrucciones que Mikulov debía cumplir en su prueba allá afuera. La idea era tan absurda como cómica, al punto de poder destruirlo y dejarlo enajenado y perdido en la cima de esa montaña. Mikulov contuvo la risa áspera que crecía en su pecho. Eso solo le daría más satisfacción a Gachev.

No osaría insultar a los dioses. Este mensaje no podía ser un error. Exprimió su cerebro para tratar de entender qué relación tenía esta palabra con sus circunstancias. Seguramente había algo que había pasado por alto.

Adentro.

Mientras en su mente se formaba la pregunta ¿Adentro de qué?, los ojos de Mikulov se posaron en lo que parecía ser la entrada de una cueva. Se abría en la roca allá abajo, a unos cincuenta pies, en el lado de la montaña opuesto al que él había usado para subir. Apenas levantada en la ladera, y protegida por un pequeño arco forjado de forma intrincada, la boca de la cueva parecía invocarlo.

Adentro.

¿Cómo pudieron saber sus maestros que él escalaría la montaña? No le habían dado instrucciones sobre el camino a seguir. Mikulov se había dejado guiar solo por el instinto.

Las palabras de Vedenin invadieron la mente de Mikulov. Lo que percibes como instinto en realidad es la dirección divina de los dioses. ¿Acaso su recorrido había sido guiado por una comunicación que él no sabía que recibía? Si eso era cierto, sin duda sus maestros también habían sido guiados del mismo modo y habían preparado este mensaje de una sola palabra sin saber, cuando llegara el momento, qué significaría para el novicio que habían puesto a prueba.

El portal no ofrecía respuestas. Los rayos del sol que descendían por la ladera a sus pies pronto calentaron las rocas. Este día sería más intenso y abrasador que nunca, lo sabía. Mikulov no sabía si ese era el lugar que los dioses habían dispuesto para su prueba o simplemente una casualidad, pero de todos modos la cueva podía brindarle protección contra el calor que lo rodeaba, aunque tan solo fuera eso.

Sus músculos exhaustos se debatían entre el cansancio y la voluntad. Mikulov se tambaleó torpemente y comenzó a descender. Lo que lo empujaba hacia el portal no era su deseo, sino simplemente la fuerza de gravedad. Aunque no sabía qué era lo que acechaba en esa oscuridad, Mikulov avanzó a los tumbos y dejó que lo envolviera. Adentro.

Apenas pudo preguntarse débilmente por qué Gachev se había quedado atrás.


A medida que descendía, lo que veía le parecía simplemente inconcebible. Estas salas no podían ser reales. Ya era bastante difícil comprender cómo habían sido talladas, en realidad esculpidas, en la roca de la montaña, pero el hecho de que aún pudiese ver a su alrededor, a pesar de la profundidad a la que había descendido, era mucho más extraño. Al principio, mientras bajaba por los ásperos escalones de piedra, pensó que la luz diurna se estaba filtrando por alguna hendidura. Sin embargo, después de bajar unos cien pasos, se dio cuenta de que no era posible. Ni siquiera la potente luz del sol que iluminaba la cima de la montaña tenía tanta fuerza como para penetrar a esa profundidad, y ninguna grieta o hendidura oculta podía ser la fuente de esa extraña iluminación. Finalmente, cuando llegó a un largo corredor que se extendía frente a él, Mikulov comprendió que lo que contemplaban sus ojos era completamente diferente de cualquiera de esas explicaciones, aunque parecía imposible de creer: eran las paredes mismas las que emitían un suave resplandor que parecía circular en su interior.

¿Qué es esto? ? se preguntó Mikulov. Examinó la piedra de las paredes que lo rodeaban. La luz realmente fluía como si fuese sangre. Se movía rítmicamente, con pulsaciones que acompañaban los latidos de su propio corazón.

¿A qué infierno entré sin darme cuenta?

Mikulov se preguntó si lo que había visto hasta ahora se ajustaba a lo que sabía acerca del comportamiento de los dioses. Sé que los dioses nos hablan a través de señales, tanto en la naturaleza como en las obras realizadas por el hombre. Y además, los dioses están en todas las cosas, pensaba. Y realmente la luz que emanaba de la piedra parecía decir claramente que esa era una obra de los dioses. Por lo tanto, estos escalones, estas salas que sin duda habían sido talladas por hombres, debían ser una manifestación de la voluntad de los dioses. Mikulov no vio nada que se opusiese a este pensamiento, y se tomó un momento para analizar el mensaje.

Era difícil concentrarse. La sed alteraba sus pensamientos y, a pesar de que permanecía inmóvil, los músculos de sus muslos temblaban por el esfuerzo. Las privaciones que había padecido durante siete días y siete noches habían hecho mella en su cuerpo, y también en su mente. A pesar de sus gigantescos esfuerzos por eliminar esos malestares, no lograba concentrarse.

Sus pensamientos volvieron a Gachev. Mikulov finalmente se preguntó por qué no lo había seguido hasta esas profundidades. Y cuanto más se exhortaba a reflexionar sobre el mensaje de los dioses, más aparecía la figura de Gachev. Había anticipado e incluso saboreado la decepción de Mikulov durante días. ¿Cómo podía ahora renunciar a la oportunidad de deleitarse con su confusión y su inminente fracaso?

Mikulov giró la cabeza hacia arriba, en dirección al mínimo haz de luz que provenía de lo alto de las escaleras que acababa de bajar. Estiró el cuello para ver más allá de las protuberancias de la roca, y finalmente vio a su atormentador. Gachev permanecía de pie, con una actitud solemne, mientras lo contemplaba silenciosamente desde lo alto. Nada de ironías, burlas o provocaciones. Solo una vigilia silenciosa. Gachev parecía defender las escaleras de cualquiera que intentase seguir a Mikulov en su condena.

¿O acaso impedía que Mikulov volviese al aire fresco y a la luz del sol?

Al ver a Gachev a tanta distancia y comprender hasta dónde había llegado en las oscuras profundidades de la montaña, Mikulov sintió miedo. Le hizo un gesto a Gachev. Apuntó con el dedo hacia las sombras que acechaban delante y le hizo señas para que lo siguiera.

Gachev permaneció en el lugar y se limitó a negar con la cabeza. Mikulov sintió sus palabras como una lluvia helada: —Esta es tu prueba. Aquí me quedo.

Mikulov sintió que se le hacía un nudo en la garganta y se volvió en dirección al corredor que se extendía frente a él. Volvió a concentrarse en la luz que parecía estar viva dentro de las paredes. Aunque era suave, el ritmo de las pulsaciones no solo podía verse sino que tenía un sonido propio. Tras estudiarlo, Mikulov pudo ver y oír que los latidos indicaban una dirección hacia las sombras al final del corredor. Aunque esta no era la señal que había estado esperando, comprendió lo que significaba: una clara sugerencia para seguir avanzando. Mikulov se obligó a mover las piernas y caminó con pasos vacilantes hacia la oscuridad que le había señalado la luz en movimiento.

Pensó que encontraría un laberinto o un cementerio amenazador con tumbas que se levantarían para tragárselo, pero pronto se encontró frente a la entrada a una cámara vacía con un suelo de bloques de piedra. Aunque la habitación enclavada en lo profundo de la montaña no tenía otra puerta, brillaba con una luz nacarada de diferentes colores, todos teñidos de un tono rojizo. La habitación mostraba la más maravillosa variedad de matices y sombras de una misma tonalidad. Eran diferentes tonos de rojo que Mikulov jamás había visto o imaginado, complementados y enfatizados por los toques de color verde del liquen que crecía entre algunas piedras. La luz, bañada por el color, ahora parecía golpear desde las paredes.

Hermanos de armas

Orfebre

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