Vida

Aron había perdido toda esperanza, dudando si podría sostener firmemente su hacha un instante más, cuando un rugido retumbó por el aire. Los monstruos balaron por la sorpresa al momento en que una furiosa tormenta de acero pasó junto a ellos. Trastabillando, Aron alzó su arma y apretó su brazo en torno a la niña, suplicando que este nuevo demonio le trajera una muerte más rápida.

Instantes después, los hombres cabra se colapsaron en pedazos sanguinolentos. Al ver la nueva amenaza, Aron perdió el aliento.

Era un hombre, un gigante aún más alto que las cosas que le atacaban. Un hombre salpicado de sangre caliente que despedía vapor en el frío aire mañanero. Llevaba una capa de piel de oso sobre sus anchos hombros, las piernas ceñidas con piezas variopintas de armadura de malla y placas que no hacían juego, así como pesadas botas de piel de buey. Su pecho estaba descubierto y marcado con cicatrices. Sostenía la empuñadura de un arma terrible —que era de su tamaño— con manos gruesas, nudosas y encallecidas. La espada era fácilmente tres veces más grande que el hacha de Aron y estaba forjada de iracundo metal ardiente. La superficie de la hoja irregular presentaba muescas en ambas caras, era una herramienta de muerte tosca y brutal que el hombre sostenía en alto como si fuese una extensión de su brazo.

Sólo podía tratarse de un bárbaro. Aron había escuchado las historias aún en su remota aldea en las laderas del este. Cuentos de gigantescos salvajes que protegían la sagrada montaña y devoraban a los intrusos. Sin embargo, nunca imaginó la verdad, un mortal viviente con fuerza tan increíble; velocidad feral y poderío subyugados por la voluntad de un hombre.

Los khazra que despojaban a los cadáveres tiraron lo recolectado y dejaron escapar llamados agudos; cortinas de vaho entre dientes amarillentos. Aparecieron más de dichos seres a ambos lados del camino, junto con aquellos que persiguieron a los refugiados. Aron contó siete, ocho bestias en total. Se sentían envalentonadas, balando mientras medían a su objetivo solitario. Poco después inclinaron sus cabezas, formaron un grupo compacto y cargaron.

El bárbaro respiró entre dientes, sosteniendo su espada masiva con una mano para poder extender la otra hacia Aron.

—Tu hacha.

Aron la entregó con presteza. Se veía tan frágil en esa manaza. El bárbaro la alzó para verla de cerca y asintió a modo de aprobación.

—Resistente, su propósito no es la madera.

Los hombres cabra ganaban velocidad y el sonido de sus pezuñas contra la piedra retumbaba cada vez con más fuerza. ¿El bárbaro quería hablar acerca de un hacha para leña mientras la muerte se avecinaba? ¿Qué clase de loco era éste?

—Sí… digo, no, no… perteneció a mi padre, —tartamudeó Aron. —Era un miliciano de…

Con un fluido movimiento, el bárbaro alzó el brazo y proyectó el hacha hacia el frente. Aron vio el arma girar de extremo a extremo, un borrón de acero que atravesó el cráneo del khazra más cercano y se incrustó en el pecho del que venía detrás. La primera criatura se desplomó, los restos de su cabeza escupiendo sangre oscura, mientras el segundo tropezó con el cadáver y dejó de moverse. Los monstruos restantes disminuyeron su velocidad, separándose para rodear a su objetivo mientras se aproximaban.

Aron se abalanzó sobre el cadáver de una de las criaturas que le atacaron. Buscaba tomar su lanza y quizá ayudar al bárbaro a enfrentar valientemente a los monstruos antes de que éstos los aplastaran. El gigante gruñó y lo pateó en la cadera, derribándole. Aron rodó para proteger a la niña, devolviéndole una mirada cargada de miedo.

—No te levantes.

Aron se agachó y mantuvo el brazo en torno a la niña que cuidaba. Había dejado de llorar y eso le preocupaba, aunque, por otra parte, quizá era mejor que hubiera perdido el conocimiento. Los hombres cabra los tenían rodeados y salía espuma de sus bocas. Estaban furiosos y Aron sabía por experiencia reciente que despedazarían a sus presas con fanatismo carnal. El bárbaro flexionó los brazos y acercó su espada, Aron pudo ver los músculos hincharse con fuerza latente.

La paciencia de los hombres cabra se disipó y atacaron al son de chillidos agudos. Aron levantó la mirada para ver al bárbaro cerrar los ojos y —¡por los Infiernos Ardientes!— sonreír. Luego, el hombre robusto se inclinó hacia atrás y la sonrisa se convirtió en una expresión burlona mientras giraba en un arco negro hacia los engendros. Aron hizo una mueca cuando la pesada arma descargó un soplo de aire frío al zumbar sobre su cabeza. Los monstruos no consideraron el alcance inhumano de su adversario y cuatro de ellos fueron víctimas del fatal gemido creciente. El ataque no cortó, sino que desgajó a las bestias, seccionó espinas, despedazó huesos, rasgó piel y salpicó a Aron de carmesí; llenando sus oídos, nariz, boca y ojos con rojo tibio y salado. El leñador se limpió la sangre del rostro mientras tosía. Donde hubo cuatro hombres cabra, ahora había ocho pedazos inmóviles desperdigados por el camino. El bárbaro estaba apoyado en una rodilla y jadeaba. Tenía los brazos flexionados hacia un costado, donde la hoja se incrustó en un bloque de esquisto. Los dos khazra restantes, más inteligentes que sus fallecidos hermanos, se abalanzaron contra el bárbaro, aprovechando el punto ciego a su espalda.

Aron trató de gritar y alertar al hombre, pero tosió debido a la sangre a medio cuajar en su garganta. El bárbaro se agachó y surgió hacia arriba, levantando su espada y la masiva roca en la que se encontraba incrustada. Metal y roca se impactaron contra las bestias, hendiendo sus formas carnosas, machacándolas y quebrándolas con gran estruendo. Trozos húmedos del tamaño de puños volaron cerca de Aron.

Y luego… todo terminó, seguido de silencio. El bárbaro estaba de pie, triunfal en el aire de la montaña, un cincelado dios de sangre, de muerte y de furia. Aron nunca había visto nada tan terrorífico y temía lo que pudiese significar la llegada de esta imponente figura. Observó al hombre volverse y guardar su arma, para luego caminar una corta distancia por la vereda. ¿Se marchaba? No, se agachó para extraer el hacha de Aron del pecho ensangrentado en la que estaba incrustada y luego regresó. Kehr extendió el arma hacia el leñador con el asta hacia el frente y asintió.

—El camino será seguro para ti ahora. Los khazra no atacan dos veces a un adversario más fuerte y las noticias corren rápido entre esos carroñeros.

Aron se estiró para tomar el hacha pero se detuvo. El bulto bajo su brazo estaba inmóvil y comenzaba a enfriarse. Fue en ese momento cuando notó la marca húmeda y oscura donde una lanza pasó a través de sus defensas.

El leñador inclinó la cabeza.

—No… no, no.

Llorando, la abrazó fuerte y cayó de rodillas. El bárbaro observó la escena creyendo comprender.

—Vi como la protegiste leñador. No podrías haber hecho más para salvar a tu niña. —Kehr escupió, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a los refugiados que regresaban en silencio al camino. —Cumpliste el deber de un padre.

—No, —dijo Aron, su voz quebrándose. —No es mía. Intenté protegerla cuando atacaron los hombres cabra, cuando sus padres fueron asesinados. Ella no es mi hija.

Caminante

Bárbaro

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